Sabemos que el poder, para mantener su reino, se sostiene en estrategias de dominación que no tienen miramiento alguno, ni por la verdad, ni menos aún por la ética. Sin embargo, no se trata solamente de eso, vivimos en una época en que, con la caída de valores e ideales, ya no se trata ni siquiera del “como sí”, del semblante, de la ficción, esa distancia simbólica entre el horizonte a alcanzar, el discurso y lo que verdaderamente se obtiene.

El pretendido fin de las ideologías, si bien no se traduce en la resignación de las aspiraciones emancipatorias, sí es contenido y designio del reinado del mercado. Y ese afán de ganancia absoluta y desmedida, obsceno como es, va de la mano del ejercicio cada vez más desenfadado de la inescrupulosidad.

La acumulación económica, el show de los paraísos fiscales, el vaciamiento del Estado, su usufructo para la especulación financiera, el enriquecimiento ilícito, la feroz ofensiva del capital que no tolera límites en su excesiva escalada de lucro, requiere para su sostenimiento y su usura sin frontera, de un discurso, un relato, una prédica, un guión a través del cual expongan su real en una mentira organizada. De ahí surge la construcción de un “sentido común”, una “opinión pública” basada en la estructura de ficción que tiene la verdad.

Para conceptualizar la verdad afirmaba Lacan: “yo digo siempre la verdad. No toda. Puesto que a decirla toda no alcanzamos. Decirla toda es imposible, materialmente las palabras faltan para ello. Incluso por ese imposible, la verdad es solidaria de lo real”. Y es esto precisamente lo que el sistema del ocultamiento viene a vulnerar, haciendo lugar a lo que se presenta como “verdadero” en relación al efecto del discurso.

Por eso, deconstruir el artificio discursivo de los llamados “mentimedios” implica desocultar no solo lo oculto en el discurso, sino también el mecanismo, el enorme dispositivo confeccionado para operar sobre la subjetividad a través de enunciados que se tornan axiomas, que la gente repite como verdades absolutas.

El propósito de las llamadas “fake news” es profanar. Subvertir con ideas o acciones el estatuto de la verdad, sin respetar siquiera su naturaleza ficcional que es la que introduce la subjetividad en juego, el sujeto singular, lo no colonizable. Aquello que puede hacer lugar a la posición de mayor libertad o autonomía del ser humano, en torno a lo que puede armar intersección entre la elección desde su propio deseo y lo que hace al bien común. Y esto alude a la responsabilidad. Por eso apuntan ahí, en su ambición de gobernarlo todo, hasta lo más íntimo de sus blancos: que es el ser humano devenido mercancía.

Y es frente a eso, que en tanto comunicadores, debemos estar atentos. Es desde ese abordaje advertido que tenemos que leer la realidad, en el marco de la ofensiva de quienes no están dispuestos a ceder absolutamente nada en sus desmedidas pretensiones.

Todo les sirve a sus aviesos fines: vincular una muerte que atañe a otras cuestiones a la responsabilidad institucional; utilizar las emociones que como señal de angustia representan mecanismos de defensa en situación de aislamiento contra esa medida que es hasta ahora la única conocida como eficiente para preservar la vida; plantear una falsa dicotomía en relación con la economía para sostener estrategias de probado fracaso en otras latitudes y otros innumerables modos en que la derecha y la reacción militan la llamada “anticuarentena”. Pero lejos de estar motivados por causas humanitarias loables y justas, los mueve el odio y la irracionalidad, pasiones que propician en la gente que, paradójicamente, es hablada en sus opiniones por el discurso del amo.

Por eso es clave la disputa cultural, por el sentido. Y por eso es necesario comprender la lógica de estos procesos para que la respuesta de este lado no sea vociferar en sentido contrario sino poder ir al hueso del asunto apuntando a deconsistir esas pasiones que pueden desplegar las miserias humanas en contra, precisamente, del propio ser humano.

Pasiones oscuras que deberemos enfrentar con unidad, inteligencia, solidaridad y grandeza, poniendo en juego el deseo decidido que es el que puede sostener, de la buena manera, las causas justas. Ahora y siempre.